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José Antonio Buceta Toro

José Antonio Buceta Toro

Párroco de la parroquia

Mi única responsabilidad: Decir sí.

Nací un 10 de Mayo, fiesta de san Juan de Ávila, patrono del clero español. ¿Primer signo de esta vocación a la que soy llamado? Sin duda, porque todo es un reclamo de Dios para que decidamos por él, en la forma que él desea. Y es que este es el “problema de la vida”: apostar por Dios. Desde el día de mi nacimiento Él ha ido hablando y actuando, en la normalidad del día a día, en la sencillez de la vida cotidiana. Ahí es donde Él me ha querido para esta vocación sacerdotal.

Es en mi familia donde se ha ido forjando esta conciencia de su presencia, que ellos me han ido enseñando y educando hasta el día de hoy, en un clima de gran respeto por las personas, de mucho amor a los más necesitados, de libertad para ir aprendiendo a afrontar cada circunstancia sin miedo, de atención, para mantener despierto el corazón, a través de la música, la lectura, la montaña, etc. En definitiva, donde he aprendido a vivir con mayúsculas.

Es en mi familia donde he aprendido también la actitud que Dios me ha mostrado siempre: su amistad. Es precisamente la amistad verdadera con tantos una de las claves que ha ido atravesando mi vida.

Estando en el colegio, siendo un estudiante normal y haciendo las gamberradas propias de un chico de 15 o 16 años, volvieron a ser mis padres, a imagen de san Juan Bautista, los que apuntaron hacia un lugar donde podría encontrar algo más grande para mí. Ese lugar es mi parroquia, san Fulgencio y san Bernardo. Allí descubrí desde el primer día algo que era nuevo para mí, gente de mi edad (luego se convertirían en mis amigos), que eran capaces de jugar incluso al pin-pon de una manera distinta. Y me quedé. La relación con ellos y con el cura nuevo que llegó a la parroquia (que luego sería “mi cura”), me hizo reconocer a la Iglesia como ese lugar donde Dios empezaba a estar de una manera muy presente para mí, a través de muchos buenos momentos que nos permitían crecer y madurar, y sobre todo, vivir la fe. Con 18 años sucedió uno de esos grandes momentos en un campamento en Picos de Europa. Mis planes eran salir con novia de aquel campamento, los de Dios, llamarme para ser sacerdote. Fue allí, en julio de 2001, cuando Él me eligió en una eucaristía y me sedujo, para seguirle. Aunque mi respuesta se hizo esperar un tiempo.

Llegó el momento de entrar en la universidad, años en los que me dediqué a dejarme conquistar por Él, en medio de mis resistencias, y así, comprobar si Él era alguien que podía derribarlas. Y así fue. Poco a poco, lentamente, me fui dejando conocer por Él y uniéndome al que es el único Amigo, para responderle sí, siempre de la mano de otros. En ese tiempo se fue despertando en mí el deseo de llevarle a otros, de anunciarle para que otros le dieran cabida en sus vidas. Y, sobre todo, el deseo de estar “al otro lado” del altar, “en la puerta de al lado” en el confesionario.

Terminada la universidad, a los 23 años, entré en el seminario, años muy bonitos y muy duros, donde se ha ido forjando en mí, desde lo que soy, el gozo más grande del seminarista y del sacerdote: ser uno con el Amigo, ser suyo de manera exclusiva, semejante a Él. Después de unos años de ser ordenado sacerdote, veo que esta es mi única responsabilidad: Decir sí, ofrecer la vida, o mejor dicho, dejarse poseer por Él, para que otros tengan Vida. El Señor me ha regalado el sacerdocio para prolongar el Suyo, Su Sacerdocio, pudiendo reconocerle como Amigo en el camino y servirle de todo corazón.

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